9 de febrero de 2017

LA LA LAND


Me llevó mi hija de quince años. Ella quería verla y yo también, aunque los musicales no me terminan de convencer por aquello de la credibilidad: uno no se pone a cantar en plena calle por cualquier motivo y, desde luego, la reacción que eso provoca en el prójimo tiene poco que ver con la emulación.

A estas alturas, todo el mundo sabe que los protagonistas de la película son un músico de jazz puro que aspira a abrir su propio club en L.A., y una aspirante a actriz que quiere convertirse en una estrella y trabaja de camarera en los estudios Warner Bros. para pagarse el alquiler.

Lo que entendemos por éxito, lo que hacemos y -lo que es más importante- a lo que renunciamos, por conseguirlo, y si eso termina teniendo algo que ver con la felicidad, es el tema principal de la película. Y parece que el tratamiento del mismo interesa de verdad a Damien Chazelle, su director, porque éste ya filmó la magistral “Whiplash”, una película áspera, con aristas, de las que hacen pensar y se disfrutan al mismo tiempo.

En “LA LA Land. La ciudad de las estrellas”, los personajes son responsables; esto no quiere decir que siempre toman las decisiones que podríamos considerar correctas desde nuestra atalaya distante, sino que soportan, asumen y entienden las consecuencias de sus decisiones. Y esto resulta curiosamente original en el cine comercial.

Esto no quiere decir que la película sea dura en absoluto, de hecho es bastante “blanca”. Para conseguirlo, la música amortigua el peso de la historia; su argumento, que al principio parece un cuento de hadas sobre el sueño americano, es solvente. Todo está tratado desde el compromiso con la verdad y la ausencia de concesiones a la ñoñería.

La historia se desarrolla principalmente en un año natural y se cierra unos años después. En las dos horas casi justas que dura la película vemos cómo se conocen los protagonistas, cómo se enamoran, cómo sus carreras empiezan a despegar y cómo eso afecta a su relación y, en la misma medida, cómo sus sueños iniciales, puros, se adaptan a las circunstancias, buscan compromisos, se renuncian en parte su pureza original, vuelven a ella (con consecuencias) en un reflejo casi hiriente de lo que ocurre tantas veces en nuestras vidas.

En definitiva, una película madura, una gran película, en la que el aspecto formal tiene poco que ver con la idea que la mayoría de nosotros probablemente tiene sobre lo que es un musical clásico.



Lezo

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