Torcuato Fernández Miranda a la sazón
Secretario General del Movimiento, me llamó a su despacho una mañana de febrero
del año 1973, para encargarme que pronunciase el discurso conmemorativo de la unión
de la Falange con las JONS que se acostumbraba a celebrar en el Teatro
Calderón de Valladolid. Lo cierto es que aquella propuesta me sorprendió y tuve
inmediata conciencia de lo que podría acarrearme el aceptar una propuesta
semejante.
Una voz falangista fue siempre
una voz peligrosa, entre otras cosas porque los que militábamos en ella
sabíamos que el culto a la verdad era la razón de nuestra vida. Los tiempos
eran difíciles, las circunstancias aún más, los enemigos estaban ya dentro del
sistema y era muy difícil desmontar todo lo que de una manera sinuosa con
indudable cautela se estaba produciendo.
Yo sabía que había que rendir culto a
la modernidad, que debía dar un mensaje de esperanza. El Movimiento no podía
quedar obsoleto entre demandas líricas, poesías y rosas, aunque estuvieran en
la entraña de lo que fue la Falange.
Hay recuerdos que no se olvidan, que palpitan
en nuestro corazón y atraviesan nuestra alma como una flecha destinada a herir
o a producir sin embargo satisfacciones. Hablé de la necesidad de cambiar unas estructuras
obsoletas en un intento de apostar por la modernidad frente a lo caduco y que
había que tener el valor de acometer reformas esenciales si queríamos ofrecer a
los jóvenes un proyecto ilusionante de futuro. Confieso que lo intenté, pero
con éxito perfectamente descriptible. En mis palabras hay un acento innovador
indudable que no solo comprometían mis palabras sino que avizoraban un
horizonte lleno de problemas y de dificultades pero el ánimo fue siempre una
cualidad falangista que desgraciadamente no cristalizó en la debida unidad que
debió existir entre los que componían la
Organización falangista.
Hablar de revolución sin rellenar el
contenido de un cambio fulgurante era tal vez una utopía pero las utopías
sirven a veces para cambiar la historia. Son recuerdos que palpitan
permanentemente en mi corazón. Han pasado ya muchos años ¿Quién se acuerda de
ello? Yo sí, y rubrico en estas pocas líneas todo lo que entonces dije y
proclamé. Sobre todo mi llamada a la juventud, sin ella era imposible acometer
cualquier tarea profunda y yo sabía que la mayoría de los componentes jóvenes
aspiraban a un cambio que ofreciera una nueva lozanía a lo que en principio
estaba ya demasiado lejano.
Recuerdo para terminar mi alusión a
los caballeros de camisa azul. Hoy, al final de mi vida, cuando me quedan ya
pocos arrestos, sigo invocando a aquellos que vistieron con honor la camisa
azul de la Falange, que nos dieron el ejemplo de sus sueños, de su voluntad de
transformación patria y del deseo inmaculado de justicia para todos. Ojalá la
actual generación de jóvenes pueda recoger esa antorcha que no es mía sino que
representa el símbolo y la fe de unos hombres que creyeron fervorosamente en la
grandeza de España y no dudaron en ofrecer su vida por ella.
JOSÉ UTRERA MOLINA