No hay calificativo
suficiente para valorar el daño histórico y moral que todavía se sigue produciendo
en España en virtud de la ley de memoria histórica, alumbrada por Rodríguez
Zapatero y mantenida por Rajoy. La
lógica de esa ley –si es que alguna tiene- está visceralmente quebrantada. Ya
hace años que aquél nefasto gobernante ofreció en bandeja de plata a Santiago
Carrillo el derribo ilegal de la última estatua de Franco que había en Madrid, como
regalo de cumpleaños. Posteriormente, han ido cayendo uno tras otro cientos de monumentos
o placas que hagan relación a cualquier personaje que tuviera alguna relación
con la media España que no se resignó a ser pisoteada por el comunismo en 1936.
En Barcelona, se expone para público
aquelarre la figura de un Franco decapitado para alborozo de unos pocos
cobardes que dan rienda suelta a sus más bajas pasiones. En otros lugares se
amenaza expresamente a Ayuntamientos con la retirada de subvenciones haciendo oídos
sordos a la voluntad de los vecinos de mantener su identidad y su historia.
Mientras todo esto tiene
lugar ante la indiferencia de la mayoría, se mantiene afrentosamente el público
homenaje a los verdaderos causantes de la guerra civil, Prieto y Largo
Caballero, golpistas en el 34 y
revolucionarios en el 36, quienes pisoteando el derecho, por cobardía o
convicción quisieron entregar España a la Internacional comunista. Y el Ayuntamiento de
Madrid, no contento con eliminar de su callejero todo nombre que pudiera
recordar al régimen anterior o a los que lucharon en el bando nacional, va a
dedicar un espacio público al siniestro Teniente Castillo, instructor de las
milicias del Frente Popular y mito del ejército rojo. En definitiva, los que buscamos
y quisimos la reconciliación, hemos terminado recibiendo la revancha de mano de
los que no están dispuestos a olvidar su derrota.
Pero nadie
dice nada. No existe una pública denuncia de tan burdo sectarismo. ¿Cómo es posible que no haya un clamor para
denunciar tamaña felonía? ¿Es que los
españoles hemos perdido, ya no el instinto sino la mínima razón, que endereza
la figura del ser humano?.
Hoy vuelven a estar de
moda las corrientes más criminales y canallescas de nuestra historia. Vuelven
orgullosos y desafiantes los puños en alto y las banderas rojas se despliegan
ufanas, ante la cómoda indiferencia de una mayoría silenciosa. Mientras tanto, los hijos y los nietos de
tantos miles de españoles que dieron su vida por Dios y por España, permanecen
agazapados, silentes, consintiendo que se injurie públicamente la memoria de
sus antepasados, que profanen sus tumbas y borren su recuerdo de la memoria
colectiva.
Yo tengo ya demasiada
edad para luchar sólo contra esta tremenda injusticia. Pero mientras el pozo de odio está completo y
vierte sus excrementos sobre la Historia, los que guardamos todavía el recuerdo
de una España grande y limpia, preferimos morir a contemplar con indiferencia y
cobardía la victoria de la mentira y la escandalosa manipulación de nuestro
pasado más reciente.
Yo me declaro en pública rebeldía
contra esta ley sectaria que levanta muros entre hermanos y aventa de nuevo las
arenas ensangrentadas de otro tiempo y de otra época. Pocos escucharán mi clamor, pero quisiera
morir con la certidumbre de que hasta el último momento de mi vida, he
respetado la verdad y he rechazado el odio. Un odio que se ha convertido en
torrente sin que se levante una mínima pared, un endeble muro que contenga el
atroz mensaje de indignidad que representa la Ley de la Memoria Histórica.
JOSÉ UTRERA MOLINA