El hombre vive siempre entre el
estupor y el asombro, entre la sorpresa y el dolor, entre lo inconcebible y lo
racional. Confieso que me he quedado corto. Recuerdo en mi niñez un acto público
en el que intervenían los representantes
más cualificados de la comunión tradicionalista. Recuerdo una de las frases que se grabaron en mi
corazón: “era el mes de julio, el de las
cerezas, y hasta los árboles de Navarra daban requetés”. ¿Dónde fueron -pregunto
yo- alguno de los restos de aquellos tercios legendarios que murieron por el
ideal de una patria distinta? ¿Dónde están hoy los descendientes de aquellos
cuadros verdaderamente prodigiosos que
lucharon sin rencor y sin ira por una España diferente? ¿Acaso todos han muerto?
¡Qué pena!. Siempre he creído que el
temblor de la memoria en los muertos, apenas si podía olvidarse.
“La vejez -decía Cicerón- es
el espía de la muerte”. ¡Cuánto olvido doloroso e inútil hay en las páginas
amarillentas de nuestro pasado!. La historia no es nunca una lección definitiva
de ejemplos, sino más bien la referencia de la versatilidad, del cambio inútil,
del regreso decadente de la situación aprovechada.
La pretensión del Ayuntamiento de
Pamplona de exhumar en un acto de postrera y pública humillación los restos mortales de los Generales Mola y
Sanjurjo del panteón en el que llevan enterrados 80 años es una colosal vileza
que confío no cuente con la complicidad más o menos encubierta de la autoridad
episcopal y que, al menos, ha tenido ya
una respuesta gallarda de la familia de Sanjurjo a la que me desde aquí me uno
emocionado.
Nunca creí –y eso que mi andadura
política fue bastante larga- que el odio fuera una serpiente de cabeza tan
afilada. Nunca creí que en España se pudieran
reabrir de forma tan miserable y tan canalla, 80 años después, las
heridas de aquella triste y cruel contienda entre hermanos, utilizando para
ello nada menos que las cenizas de los muertos.
Los huesos de Sanjurjo, Mola y de seis jóvenes requetés caídos en la
contienda reposan en paz desde hace décadas en el monumento a los Caídos que el
pueblo de Navarra levantó en su día y que el Ayuntamiento proetarra quiere
convertir en sala de exposiciones. No se me ocurre mayor refinamiento en el
odio ni en la crueldad, aunque no debería extrañarnos dado el jaez de la mayor
parte de los ediles del consistorio.
Echo de menos alguna voz
relevante que censure este intento verdaderamente criminal, al menos por un
imperativo ético elemental. Todos en silencio, todos enmudecidos. Pensando en
las cenizas de los caídos podría decirse aquello que escribió Quevedo: “serán
cenizas, más tendrán sentido, polvo serán, más polvo enamorado”. Sirviendo a
una u otra causa, los combatientes de la Guerra Civil española no merecen un
trato vejatorio de esta naturaleza. Es un desdén histórico intolerable, una
ofensa gravísima a la esencia de la historia española. Por favor, dejen en paz
a los muertos, que los vivos ya representan el aire tenebroso de otra escena.
Yo no fui nunca requeté pero admiré la pureza de aquellos amigos míos, que
marcharon a los frentes andaluces y volvieron envueltos entre nardos y claveles
al cementerio de Málaga. Eran mayores que yo, pero con mis 90 años no les
olvido, como jamás he despreciado a los que luchaban en trincheras
contrarias.
Ojalá algún día, las cenizas de los caídos de uno y
otro bando de los que lucharon en la Guerra Civil española rompan paredes,
destrocen los muros y salgan otra vez a la calle a decir: “No, no es esto, por
Dios”. Pido y exijo respeto a los españoles que murieron por una causa que
ellos creyeron tan noble como para morir por ella y que hoy son escarnecidos
por el odio y la indignidad por unos seres que no merecen –ni quieren- llamarse
españoles. Yo, en mi insignificancia política, clamo hoy en contra de esta pretensión
y levanto mi brazo ante los féretros que quieren profanarse, con el dolor y la pena de que 80 años después las
cenizas de unos muertos puedan envilecer de nuevo la concordia entre los
españoles. ¡¡¡Por favor, Paz a los muertos!!!
José Utrera Molina
Cabo honorario de la Legión
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