Durante los últimos días ha sido incesante y unidireccional el mensaje que los medios de comunicación han venido ofreciendo con ocasión de la petición de unos padres de procurar una “muerte digna” a su hija Andrea de 13 años, aquejada de una enfermedad degenerativa irreversible, y que, según acabo de conocer, ya descansa en paz.
Debo decir que me impresionó escuchar a la madre de esta niña decir que no querían ver cómo sufría inútilmente, cuando al parecer y según el testimonio de los médicos que la trataban, la niña tan sólo estaba siendo alimentada mediante una sonda nasogástrica ya que sus órganos vitales funcionan por sí solos.
Lejos de mi intención el juzgar el comportamiento de unos padres atribulados por el sufrimiento, y que hoy velarán con inmenso dolor el cuerpo sin vida de su hija. Pero su caso, convenientemente aderezado, está siendo arteramente aprovechado y difundido por los defensores de la eutanasia, para lanzar un mensaje tan claro como perverso: resulta incompatible la dignidad con el sufrimiento, lo cual implica despojar a un ser humano de un rasgo inherente a su propia naturaleza.
La dignidad de un ser humano no puede contraponerse a su naturaleza. Sufrir, envejecer –que no es sino degenerarse progresivamente- y morir no son fenómenos que degraden la dignidad de un ser humano sino que son consustanciales a su propia condición humana. Es muy diferente aplicar métodos terapéuticos para ahorrar sufrimientos innecesarios ante el inevitable final de la vida que provocar voluntariamente la muerte de un ser humano negándole la alimentación para evitar ver cómo se degrada lentamente hasta la muerte.
No se trata de impedir la muerte por medios artificiales extraordinarios -lo que merece análogo reproche- sino de dejar que la naturaleza siga su curso, paliando sufrimientos innecesarios con métodos terapéuticos.
El veneno que se inocula con la falacia de la mal llamada “muerte digna” no es sino una variante de la narcotización de una sociedad nihilista que sólo encuentra su razón de ser en el placer. Una sociedad egoísta que trata de despojar de dignidad a los moribundos, a los más débiles, a los que, a la luz de la ciencia no tienen esperanza de recuperación, a los que tan sólo suponen una carga para la sociedad. Una sociedad que se ha acostumbrado tanto a mirarse a sí misma que es incapaz de abrir los ojos a la realidad y defender la vida de los seres humanos más indefensos.
Pienso hoy en los miles de ancianos aquejados del mal de alzheimer a los que sus familiares se afanan cada día en cuidar con amorosa ternura, sabiendo la condición irreversible de dicha enfermedad degenerativa. No creo que ninguno de ellos se lleve a engaño ni espere una mejoría. Saben que si dejaran de alimentarlos, si dejaran de cuidarlos, de limpiarlos, provocarían su final. Pero no les imagino diciendo que no quieren seguir viendo cómo se apagan. Cada sonrisa, cada día que amanece en los ojos de esos enfermos, es una oportunidad para los que le rodean de crecer como personas, aprendiendo el verdadero sentido del amor.
Ojalá algún día podamos vivir en una sociedad en la que, frente a la cultura de la muerte, podamos proclamar sin complejos la cultura del amor, la cultura de la vida. Como gritó Santa Teresa de Calcuta en la sede de Naciones Unidas “No los matéis, dádmelos a mí”. Se refería a los más débiles indefensos, a los no nacidos y a los ancianos, a los abandonados, a todos los que suponen una pesada losa para una sociedad anestesiada y egoísta que sólo piensa en su propio bienestar. Ella fue la pública encarnación del mensaje de amor y entrega de Cristo: “Cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis.” (Mt. 25. 31-46) y seguro que con ese mismo amor habrá abrazado esta mañana el alma de Andrea.
Publicado de ABC el 10 de octubre de 2015.
Luis Felipe Utrera-Molina Gómez
Abogado