Conocí a Licinio de la Fuente en un
tiempo en el que el servicio a España era un deseo común a la mayoría de los
que creían en su Patria. Hijo de un modesto campesino, su extraordinario tesón
le llevó a alcanzar el máximo grado universitario y ganó después las
oposiciones al Cuerpo de Abogados del Estado. Fui Subsecretario suyo durante
cuatro años. De él aprendí múltiples lecciones. La primera, la inconmensurable
dimensión de generosidad que ofrecía su alma.
El Ministerio de Trabajo tuvo en
él su más alto representante y el más vigoroso impulsor. La política sanitaria
y la extensión a términos increíbles de la Seguridad Social tuvieron en él a su
artífice. Yo conocí la época en que las mujeres podían un pañolón negro en la
puerta de sus humildes casas para que alguien pudiera dar dinero para los
restos de sus deudos. De ahí pasamos a una transformación inconmensurable de
las estructuras carcomidas de España. Los mejores hospitales, los medios y aportaciones
técnicas sanitarias de todo orden, tuvieron su origen en la voluntad indomable
de Licinio de la Fuente.
Debo decir que esta función
política la inauguró José Antonio Girón de Velasco, adalid de un nuevo concepto
del trabajo y de la dignidad de los trabajadores. Licinio superó con creces
aquellas primeras etapas y yo le he visto sudoroso, entregado y contento al
mismo tiempo de aportar al mundo de los trabajadores españoles todo su tesón,
su ambición y su envidiable ímpetu constructivo. Ahora, cuando tanto se habla
de justicia social, nadie que tenga un poco de dignidad podrá negar la fabulosa
obra de transformación que en favor de los trabajadores se hizo en los
ministerios de trabajo.
Licinio era incansable. No había
para él ni vacaciones ni espacios de recreo. Toda su vida estuvo consagrada a
su misión y la cumplió de forma admirable. Falangista de raíz, incorporó las
nuevas ideas a su quehacer político, a su forma de ser sobria, lacónica pero
llena de un fervor verdaderamente impresionante. Jamás le vi dudar y apuntó siempre a metas muy lejanas para que
los trabajadores de España tuvieran su asidero en las múltiples realizaciones
materiales que en el ámbito social cubrieron el suelo de España. No hubo
problema laboral que él no abordara con la plenitud de sus conocimientos y la
voluntad férrea de su ánimo imbatible. Yo, que le seguí muy de cerca en la
encomienda de la subsecretaria del trabajo que él me confió, puedo hablar antes
que nadie del portentoso ánimo que caracterizó siempre la existencia de Licinio
de la Fuente. Ni una desviación, ningún descanso, ninguna complacencia con los
poderosos, signaron la tarea del ministro. Todos le seguíamos apasionadamente y
los nuevos hogares de ancianos, los ambulatorios, las múltiples residencias sanitarias,
hablan de aquella fuerza arrolladora que frente a poderes fácticos no siempre
contentos con nuestro proceder, lograban uno a uno los milagros de la
reconstrucción española. José Antonio nos hablaba del sentido de nuestro deber
y de que España era una dimensión mejorable a través de la voluntad y del
desafío a lo poco ilustre.
Licinio de la Fuente fue el
prototipo de un ministro capaz de enfrentarse con las dificultades. Yo fui
testigo de la sorna con que algunos compañeros suyos acogían la intrépida
decisión que caracterizaba sus empeños. No cesó, sino que se marchó por propia
voluntad porque había una serie de sectores que impedían el progreso
revolucionario que Licinio representaba.
Le he estado hablando durante
todos estos días, no para recordar, sino para afianzarnos en lo que fue una
obra bien hecha. Caballero, soldado de buena estirpe, enamorado de la España
eterna, jamás le escuché una frase despectiva en relación con sus enemigos, que
no creo que los tuviera. Acogió con amoroso afán a todos aquellos que
representaban un aporte a la obra que su patria representaba. Yo no puedo
decirle adiós porque en mi pensamiento no podrá morir nunca ni su bondad, ni su
ejemplaridad ni su nobleza.
Soy testigo de que Licinio de la Fuente
no conoció jamás una brizna de cobardía y Dios premió su voluntad otorgándole
un espacio de reflexión y de trabajo que únicamente él pudo ocupar. Decía José
Antonio que a los pueblos no los movían más que los poetas. Licinio de la
Fuente fue un poeta de la acción. Amó a España con toda su alma, sin recovecos,
sin interpretaciones de ningún tipo, fiel a la íntegra esencialidad española.
Tengo la seguridad de que allá donde nos encontraremos algún día, Licinio se
hallará junto al rumor de la canción que hablaba de luceros y de otra vida. Fiel y creyente, pongo en sus manos las rosas
de mi adiós y le pido que me reconforte con su ejemplo hasta el fin de mis
días.
JOSÉ UTRERA MOLINA