De las tres definiciones que nos
da la Española (que no se afecta o
conmueve; flojo (perezoso); insensible, que no siente el dolor) todas ellas
son predicables del Presidente Rajoy, que parece decidido a pasar a la
posteridad más por lo que no ha hecho y por sus silencios que por sus concretas
realizaciones, decisiones y declaraciones.
Claro que es más fácil errar
cuando se habla que cuando se calla, pero el silencio de un gobernante que se
pone de perfil ante la gravedad de los problemas que aquejan a la sociedad
española resulta cada vez menos tolerable.
No le escuchamos una sola palabra
de político cuando aquella sentencia estrictamente jurídica y largamente
preparada del Tribunal de Estrasburgo sobre la doctrina Parot; ni una sola
palabra –más allá de lo de “sé fuerte
Luis”- sobre el cáncer de la corrupción que asola todo el espectro
político, empezando por el partido popular; con pocas palabras –y ciertamente
lamentables- despachó la retirada del proyecto de ley de reforma de la infame y
criminal ley Aido y tan sólo invitaciones al diálogo –y al manido consenso- han
salido de su boca ante la insoportable chulería de un presidente de comunidad
autónoma al que le importan un bledo las Sentencias del Tribunal Supremo y del
Tribunal Constitucional.
Vivimos cada día un episodio más
de la decadencia de un sistema que necesita urgentemente una regeneración y un
liderazgo fuerte. Sé equivocan aquellos que lo centran todo en la política
económica. Eso no basta. Hace falta política con mayúsculas, firmeza sin
complejos, recuperar los valores que siempre nos han hecho respetables en el
mundo y recuperar la confianza en la fortaleza de España como nación.
Nada de eso puede venir de quien
espera que el tiempo o la ventura le acaben solucionando la papeleta, de quien
le dice a todos lo que quieren oír, de quien ha abandonado los principios más
básicos del humanismo cristiano, de quien resulta incapaz de hacer honor a sus
compromisos y promesas electorales, ha tapado la suciedad que tiene dentro y
fía su estrella al descalabro de quienes pudieran hacerle sombra y, sobre todo, al miedo a quienes vienen a comerse los restos de una bacanal que ha durado ya demasiados años.
España, por su grandeza y por su
historia, merece un Presidente que crea en ella, que la ame y que la sirva con pasión y no
a un equipo de técnicos grises dirigidos por un aprendiz de brujo capaz de
vender su alma al diablo con tal de conservar el poder.
LFU