La libertad, es decir, la capacidad del hombre para actuar
según su propia voluntad, jamás se ha considerado un valor absoluto ya que
ninguna comunidad civilizada protege y garantiza la libertad para hacer el mal.
Hasta ahora.
La constante apelación a la “libertad de la mujer” para defender el supuesto derecho de la
mujer a causar deliberadamente la muerte de su hijo no nacido no es más que una
aberración propia de una sociedad decadente y desalmada a la que sólo se puede llegar a partir de la negación al concebido
no nacido de su condición de ser humano.
Esto, por desgracia, no es nuevo en la historia del hombre.
El antecedente más próximo lo encontramos en el nazismo, cuya exacerbación de
la teoría de la supremacía de la raza aria y el antisemitismo proverbial del
pueblo alemán le llevó a justificar la eliminación de millones de seres humanos
–nacidos y no nacidos- a quienes previamente se había negado tal condición.
No hay que irse muy lejos para recordar que en fecha no muy
lejana una ministra del gobierno de España afirmó que el concebido no nacido
era un ser vivo pero no un ser humano. En la actualidad, se extiende hasta en
sectores de la derecha la especie de que “No
se puede obligar a una mujer a ser madre”, perversión que podría completarse con la de “no
se puede obligar a nadie a sacrificar su vida por sus familiares ancianos o
enfermos”, para justificar la eutanasia o incluso -¿por qúe no?, la de que “no
se puede obligar a nadie a ser padre, hermano, o a ser hijo” para
justificar el parricidio. Una
consecuencia lógica de dicha negación de la evidencia es la resistencia
numantina del lobby proabortista a aceptar que se obligue a los facultativos a
enseñar una ecografía a la mujer antes de abortar. Se trata de “cosificar” al feto, negando su
condición humana para justificar “moralmente”
su muerte provocada.
Las mismas voces que claman por la supuesta libertad de la
mujer, olvidan deliberadamente las miles de mujeres que recurren al aborto
presionadas por su entorno: por sus padres, por sus parejas, por su entorno
laboral, por las circunstancias económicas o, en muchas ocasiones, por sus
proxenetas. Esta es una verdadera
esclavitud que provoca un trauma duradero en la mujer mientras libera a su
entorno del “problema” del embarazo.
La respuesta que esperan esas mujeres de la sociedad no es
la de fomentar su esclavitud haciendo más fácil el aborto. Sólo puede
garantizarse su verdadera libertad si se le ofrece ayuda para poder seguir
adelante con su embarazo. La mujer
traumatizada por un embarazo necesita ver una salida distinta a la de la
muerte. Si a la mujer en trance de abortar se le ofreciera protección social y
ayudas económicas para tener a su hijo y, para la que no quiera ser madre en el
sentido verdadero del término, garantizarle que su hijo será dado en adopción -cuya
demanda crece día a día- se disminuiría drásticamente el número de abortos. Para que la sociedad cambie su percepción sobre el aborto, tan sólo es necesario no ocultar la verdad y es que, tras cada aborto provocado, no sólo hay un trauma de la mujer sino también, y antes de nada, la muerte de un ser humano.
Para salvar vidas hay que ofrecer más vida. La muerte no es,
nunca, la solución.
LFU
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