La Junta del Gobierno del Colegio
de Abogados de Madrid, en silencio, nocturnidad y alevosía y hurtando a la
Junta General convocada el debate sobre el asunto, ha decidido retirar los
honores concedidos a José Antonio Primo de Rivera y Francisco Franco Bahamonde
por otra Junta de Gobierno en el mes de marzo de 1939.
La decisión respecto al anterior
Jefe del Estado cabe enmarcarla en la categoría gregaria de las actuaciones de «antifranquismo retrospectivo», que denotan, además de una terrible falta de
perspectiva histórica, una carencia considerable de valentía. Sin embargo, la
retirada de honores a José Antonio Primo de Rivera, abogado colegiado asesinado
en 1936, sólo merece el calificativo de mezquina y miserable.
José Antonio fue, desde muy
joven, un abogado brillante y profundamente enamorado de su vocación jurídica.
Sin haber cumplido los treinta años, tras escuchar un informe oral suyo el
Tribunal Supremo, el entonces Decano del Colegio Francisco Bergamín –que
defendía a su contrario- comenzó su intervención diciendo que acababa de
escuchar a una gloria del foro. José
Antonio quiso separar su vocación política –a la que llegó para defender el
nombre de su padre- de su vocación como jurista. Como él mismo diría un año
antes de ser asesinado: “Seamos, pues,
políticos, francamente, cuando nos movamos por inquietudes políticas; y luego,
en nuestros trabajos profesionales, tengamos la pulcritud de no traer
ingredientes de fuera. El juego impasible de las normas es siempre más seguro
que nuestra apreciación personal, lo mismo que la balanza pesa con más rigor
que nuestra mano. Cuidemos una técnica limpia y exacta, y no olvidemos que en
el Derecho toda construcción confusa lleva en el fondo, agazapada, una
injusticia.”
Prestó su último servicio como
abogado en un memorable y estremecedor informe oral ante el Tribunal Popular de
Alicante -que ya tenía de antemano decidida su ejecución- en su propia defensa
y en la de su hermano y su cuñada. Al día siguiente, ya condenado a muerte,
escribiría con insólita serenidad lo siguiente: Ayer, por última vez, expliqué al Tribunal que me juzgaba lo que es la
Falange. (…) Una vez más, observé que
muchísimas caras, al principio hostiles, se iluminaban, primero con el asombro
y luego con la simpatía. En sus rasgos me parecía leer esta frase: "¡Si
hubiésemos sabido que era esto, no estaríamos aquí!" Y, ciertamente, ni
hubiéramos estado allí, ni yo ante un Tribunal popular, ni otros matándose por
los campos de España. (…). A esto tendí,
y no a granjearme con gallardía de oropel la póstuma reputación de héroe. No me
hice responsable de todo ni me ajusté a ninguna otra variante del patrón
romántico. Me defendí con los mejores recursos de mi oficio de abogado, tan
profundamente querido y cultivado con tanta asiduidad. Quizá no falten comentadores
póstumos que me afeen no haber preferido la fanfarronada. Allá cada cual. Para
mí, aparte de no ser primer actor en cuanto ocurre, hubiera sido monstruoso y
falso entregar sin defensa una vida que aún pudiera ser útil y que no me
concedió Dios para que la quemara en holocausto a la vanidad como un castillo
de fuegos artificiales. Además, que ni hubiera descendido a ningún ardid
reprochable ni a nadie comprometía con mi defensa, y sí, en cambio, cooperaba a
la de mis hermanos Margot y Miguel, procesados conmigo y amenazados de penas
gravísimas.”
El 6 de septiembre de 1936, la
Junta de Gobierno del Colegio de Abogados, tras declarar su fervorosa adhesión
al gobierno del Frente Popular “y,
continuando en su misión, tanto de apoyo a la legalidad constitucional como de
colaboración en la obra revolucionaria de transformar profundamente la
magistratura y de crear la nueva Justicia popular” decidió expulsar de su
seno, por indeseables, a 25 colegiados, entre los cuales figuraban Gil Robles,
Alcalá Zamora y José Antonio, entonces preso en la prisión de Alicante así como
otros, varios de los cuales fueron asesinados en Paracuellos del Jarama poco
después de haber sido señalados.
“Ojalá fuera la mía la última sangre española que se vertiera en
discordias civiles. Ojalá encontrara ya en paz el pueblo español, tan rico en
buenas calidades entrañables, la Patria, el Pan y la Justicia.”. Así se
expresaba horas, antes de caer fulminado bajo el trallazo de las balas, el
político más excepcional que ha conocido España durante el siglo XX y que, sin
embargo, sigue siendo para muchos un perfecto desconocido.
El pasado jueves, otra Junta Colegial,
interpretando a la perfección la partitura del odio que había escrito
previamente una sectaria asociación de abogados de corte marxista, cometió la
postrera villanía de escupir sobre la tumba de un auténtico modelo de hombre y
de abogado que entregó su vida por España. Mi hermano César y otros muchos
compañeros me acompañaron hasta la madrugada del viernes para tratar de dar
testimonio de dignidad ante la felonía que se proponía perpetrar. Pero la Junta
de Gobierno nos hurtó la posibilidad de pronunciarnos ocultando arteramente que
había hecho suya tan miserable proposición. No importa. Entrada ya la noche, cuando salíamos
de aquella Junta, algunos sabíamos que, entre los luceros de la noche clara,
nos iluminaba uno que brillaba con la luz propia de la enorme dignidad que jamás una Junta
de gobierno de tan escasa talla podrá mancillar.
Luis Felipe Utrera-Molina Gómez
Abogado