Conocí a Francisco Franco cuando tan sólo tenía seis años. Estaba muy lejos de pensar entonces que, con el paso de los años, yo sería de los pocos españoles que, acaso de forma temeraria, pero con pertinaz convicción seguimos empeñados en defender su nombre y la verdad de un tiempo que muchos españoles se han dejado arrebatar indiferentes ante la manipulación y la mentira de los muñidores del «pensamiento único». Y es que, si entonces eran legión quienes le adulaban, comenzando por quien hoy es –por que así lo quiso él- Rey de España, ahora resulta poco menos que temeraria la sola mención de su nombre si no es para arrojar cobardes lanzadas a su memoria.
Fue mi padre quien, consciente de lo irrepetible de la ocasión, quiso darme la oportunidad de conocer a su único Capitán; al hombre al que había empeñado su lealtad hacía casi cuarenta años en un juramento de fidelidad al que hoy sigue haciendo honor como el primer día. El recuerdo de aquella tarde es una deuda más que se une a la infinita cuenta de gratitud que tengo con él.
De aquél 19 de diciembre de 1974 en el Pardo se entremezclan en el recuerdo imágenes grabadas en mi retina de niño con otras adquiridas con el tiempo. Pero junto a la patética visión de las manos temblorosas del hombre que aún regía los destinos de España, aún resuenan en mi memoria unas palabras que ya nunca habría de olvidar. Poniéndome la mano en la cara, Franco me dijo: «sólo te pido una cosa: que seas tan bueno como tu padre». Ignoro qué extraño mecanismo haría que una frase tan sencilla en apariencia quedase para un niño como recuerdo imborrable de aquella fecha. Sólo después de muchos años he podido entender, al fin, que aquellas palabras –pronunciadas meses antes de su muerte- eran la muestra de gratitud de quien comenzaba a sentir el dolor de la soledad y el frío de la traición, hacia quien le había demostrado el calor de una lealtad sin fisuras.
Mi lealtad a la memoria de Francisco Franco está pues, en mis venas, pero nunca se ha sentido incómoda en mi cabeza. Cuanto más me he acercado después a su figura, a su trayectoria vital y a su obra, mejor he comprendido la fidelidad que le demostraron tantos españoles, aún cuando la muerte convirtió su nombre en blanco del odio y la mentira, y tan provechosa fue la traición, el olvido y el silencio de los que tanto le debían.
Ahora, cuando el gobierno de la derecha se pliega cobarde a las más sectarias exigencias de la izquierda radical y nos prohíbe celebrar un homenaje a su memoria en un Palacio de Congresos que el mismo inauguró; cuando una mayoría de los españoles asiste indiferente a un colosal espectáculo de manipulación histórica que llena de ignominia retrospectiva a varias generaciones que hicieron posible con su esfuerzo el bienestar del que disfrutamos, es cuando siento un mayor orgullo en proclamar mi gratitud como español a Francisco Franco y a todos cuantos, bajo su larga jefatura, hicieron posible el resurgir de una nación reducida a cenizas por el odio desatado por el marxismo que probó por primera vez en España el sabor amargo de la derrota.
Lealtad y gratitud que no deben confundirse con «franquismo», pues valorar con justicia los logros de un régimen fruto de una coyuntura histórica irrepetible es cosa muy diferente que pretender el absurdo de su proyección en el futuro de España. Así que no soy franquista. Tan sólo exijo que se respete la verdad de una época y que, con la misma intensidad con la que se resaltan sus errores, se valoren sus indudables aciertos.
Winston C. Churchill llegó a afirmar “el pasado de la URSS es impredecible”, en alusión a los rectificados oficiales de la historia rusa en la Enciclopedia Soviética, que de una edición a otra convertía a héroes en traidores; o que restauraba como líderes modélicos a quienes ya habían sido condenados y ejecutados por las nomenklaturas del momento. Lo mismo cabe decir del nuestro, merced a la irresponsabilidad de una clase política acomodada entre la mentira y el complejo.
Por eso, hoy, al cumplirse 120 años de su nacimiento, he vuelto a recordar las palabras con las que termina Laurent del Ardeche su célebre Historia del Emperador Napoleón Bonaparte: “El inmenso drama de su maravilloso destino terminará con el cerramiento de las puertas de su fúnebre tumba; pero esta tumba esclarecida subsistirá para lección eterna e inexorable de la humanidad entera: allí estará para recordar perennemente a los mortales que, a pesar de las contiendas y pasajeros triunfos de los partidos, el tiempo trae consigo la justicia, deja pasar la tormenta y ve crecer los laureles”.
LFU
4 comentarios:
Enhorabuena por el artículo. Efectivamente valorar con justicia los logros de un régimen fruto de una coyuntura histórica irrepetible no supone su proyección en el futuro de España. Es cuestión de decencia el reconocimiento a uno de los hombres más grandes que haya dado España.
Tengo un documento (copia), curioso e interesante, manuscrito por el Generalísimo en 1907. Me encantaría enviarle una copia por mail pero desconozco su dirección. Creo que le gustaría tenerlo. Si le interesa, mi dirección mail es: luisczf@msn.com . Se lo enviaré con mucho gusto.-
Saludos.-
Magnífico, Luis Felipe. No hace falta que te diga lo identificado que me siento con todo lo que expones. El pasado domingo, durante la comida del acto de conmemoración del 120 aniversario del Caudillo, me preguntaba nuestro común amigo Iñigo cuál era la razón para que nosotros, con nuestra edad y con lo que tenemos alrededor, estuviéramos allí. creo que tu artículo responde a la perfección a esa pregunta. Yo no tuve el privilegio de conocer en persona a franco, pero sí que en mi familia he oído relatos sobre él en primera persona, suficientes para que un niño que yo era entonces sintiera curiosidad por esa gran persona. Curiosidad que con el paso de los años se ha trasformado en profunda admiración a su persona y a su obra, motivo por el cual estoy contigo en donde estoy, en la Fundación que lleva su nombre, cuya pertenecía llevo con inmenso orgullo.
Un fuerte abrazo.
Antonio Vallejo
Brillante.
Pepón Piñar
Gracias
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