(Publicado en El Mundo el 26 de septiembre de 2012)
No nos engañemos. No son únicamente los políticos. Con apenas un siglo de minuciosa tenacidad se ha ido moldeando en la mente de cientos de miles de catalanes una fábula elemental pero de una eficacia incuestionable. Todo ciudadano de este territorio tiene hoy la oportunidad de formar parte de una biografía impoluta en la que nuestros antepasados, recientes o remotos, no tuvieron responsabilidad alguna en los desmanes de la Historia. Los desequilibrios, angustias o perjuicios sufridos por dicha comunidad tienen siempre el mismo culpable real, convicto y al acecho. No es necesario ni averiguarlo, pues en la actualidad, este mecanismo ya brota instintivamente en cualquier hijo del territorio mítico. La cruda realidad resulta ahora algo inconcebible para todo catalán que se precie y la sola duda sobre los pormenores de la utopía es considerada una intoxicación promovida por el enemigo tradicional.
Visto desde fuera, el escenario provoca distintas consideraciones. Son muchos los españoles que no comprenden nada de lo que sucede, porque intentan juzgarlo bajo la óptica de la realidad y el sentido común, pero también son muchos los que entran en el juego y aceptan su papel de pérfidos en la leyenda. Y es precisamente esta actitud la que ha promovido una situación como la actual cuyos indicios nos hacen prever un desenlace irreversible.
Deberíamos reconocerles a los dirigentes catalanes en el ámbito de la política, la cultura y los medios de comunicación, una astucia magistral para alcanzar sus objetivos frente al Estado. En las últimas décadas han conseguido acomplejar a un buen número de españoles como responsables de coacciones a su libertad y sus derechos étnicos. No es nada nuevo, desde los tiempos de Cambó subsiste un perseverante entrenamiento en esta disciplina. No obstante, era imprevisible que todos los gobiernos de la democracia sucumbieran a la retorcida estratagema con un insólito olvido del pasado. El resultado de tal ignorancia está a la vista; el complejo de culpabilidad ha fluctuado siempre en el momento de tomar decisiones de Estado, incluso ante manifiestos chantajes, no fuera caso que lesionáramos los sentimientos del territorio oprimido. Obviamente, a medida que pasaban los años las responsabilidades de los gobiernos eran mayores pues mayor era el descaro de los dirigentes regionales. Desde el taimado Pujol, nombrado entonces «español del año» hasta el actual presidente regional que se permite órdagos retadores, han transcurrido cerca de 30 años. Durante este tiempo, mientras España miraba a otra parte o incluso alentaba los derechos históricos de la fábula, dos generaciones de catalanes han sido aleccionadas en el odio a lo español.
Quizás ahora ya es muy tarde para contrarrestar el poder de la ficción. Está demasiado extendida y todos sabemos que se trata de una fuerza avasalladora con la cual muchas religiones han dominado el planeta. ¿Cómo recomponer la trama de afectos mínima e imprescindible para vivir lealmente bajo el nombre de una nación? ¿Cómo desvanecer los ensueños de territorio mítico cuyo perpetuo enemigo pretende su desaparición? La muchedumbre de sonámbulos avanza hacia el abismo clamando consignas y enarbolando estandartes de pretendida libertad. Es lógico, pues nadie desea despertar a la realidad cuando ésta significa angustia, congoja, dudas o sacrificios.
Los agentes propagadores del quimérico somnífero son muchos y diversos. Los más ostentosos son los chicos de Esquerra que a pesar de su torpeza, por lo menos han funcionado a cara descubierta. Sin embargo, la distribución más eficaz ha corrido a cargo de los agentes dobles de CiU, PSC, ICV, con la aquiescencia del PP en los últimos tiempos. Me refiero siempre a la distribución pero no a la elaboración. Proporcionarle forma al engendro ha sido una labor eficazmente realizada por la totalidad de los medios catalanes a los que se ha subvencionado a cambio de elaborar una realidad inexistente favorable al empeño separador. Un ensueño de chicha y nabo apoyado en la inducción al sentimiento paranoico contra Madrid que de forma tan fácil, rentable y eficaz, penetra en el ciudadano predispuesto.
En este caso, los medios han sido algo más que simples mercenarios publicistas de un régimen porque sin esta falsificada realidad nada hubiera sobrepasado los delirios de unos grupúsculos. Bien es cierto que el éxito se ha producido por una conjunción de acontecimientos pues parece imposible conseguir, en un contexto democrático, la unión de todos los medios, ya sean públicos o privados, con un solo objetivo. En este sentido, no debemos olvidar algún hecho revelador como la famosa editorial conjunta, la cual vino a demostrar su predisposición al totalitarismo en cuestiones identitarias. Este poderío absoluto de los medios no sólo ha promovido una ficción cursi y xenofóbica sino que ha provocado el silencio de una mayoría, cuyo pensamiento se halla al margen de las fantasías étnicas, pero que permanece atemorizada al encontrarse desatendida ante la actitud de los gobiernos de la nación.
En el futuro, quizás dentro de pocos o muchos años, mi condición de dramaturgo me hace prever un macroproceso cuyo título podría ser El juicio de Núremberg-Ripoll. Allí los propios catalanes juzgarán las responsabilidades por haber transformado en territorio anodino, pedestre y resentido, lo que un día fue un lugar bello y agradable, repleto de gente sensata y educada, con un notable sentido cívico. Un lugar donde el sarcasmo y un grado soportable de chifladura llegó a producir genios como Josep Pla y Salvador Dalí, relegados hoy por la inteligencia cultural como desafectos al régimen. Es posible que el juicio tenga que ser simbólico y sólo en efigie de los acusados debido al tiempo transcurrido, pero como la vida es pendular no duden que esta catarsis llegará. Después, lo de siempre, demoler monumentos, cambiar nombres de calles, plazas, estadios…
En cualquier caso, buscando el lado positivo de la adversidad, me veo por fin como español en la tierra que nací gracias al pasaporte que me expedirá la futura embajada española de Barcelona. Una vejez como minoría protegida.
Albert Boadella es dramaturgo y director de los Teatros del Canal.
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