No cabe duda de que Garzón es un astuto propagandista de sí mismo. Está consiguiendo con notable éxito darle la vuelta a sus procesos a base de denigrar gravemente al Estado de Derecho español, que parece no tener quien le defienda, salvo, curiosamente, sus acusadores, que ya han recibido lo suyo porque en este país no sólo parece que Garzón es inviolable, sino que la acusación particular debe reunir unos determinados requisitos ideológicos a gusto del
matrix progre.
Repugna a cualquier jurista la imagen que del sistema judicial español está dando la izquierda mediática –tve incluida- empeñada en la perversión semántica de calificar el proceso como el de los
“crímenes del franquismo”, cuando lo que se está dilucidando es la colosal, manifiesta y desvergonzada actitud de quien decidió prescindir absolutamente de la legislación procesal y sustantiva vigente, utilizando la justicia a su antojo para alimentar su ego, incrementar su caché y, de paso, procurarse el apoyo mediático de una izquierda que no ha sido capaz de salir del insondable pozo guerracivilista en el que la introdujo Zapatero. Se echa en falta que el Gobierno de España salga en defensa de su sistema judicial y del Tribunal Supremo poniendo los puntos sobre las íes.
La causa de prevaricación a la que se enfrenta Garzón estos días es, junto con la de las escuchas ilegales, la más claramente apreciable desde el punto de vista jurídico, puesto que la actitud del Juez fue contumaz, desafiante y orgullosa. Menos clara, por oculta, es la de los pagos del Santander, aunque es moralmente la que más daño puede hacerle, al cuestionar directamente su honorabilidad personal ante el olor del dinero.
Hasta el propio Garzón y sus defensores son conscientes de su culpabilidad, pues no hay más que ver cual ha sido la estrategia de la defensa en esta causa tanto por su defensa como por la fiscalía (¿): la célebre y lamentable
doctrina Botín, que el propio Supremo ya se encargó de revisar con el caso Atucha, gracias, por cierto a la labor de Manos Limpias. El peso de la defensa se basa en argumentar la nulidad del proceso alegando que la acusación particular no puede por sí sola sustentar la acusación.
Las resoluciones de Garzón en este caso –recomiendo vivamente su lectura- son de aurora boreal. Por eso no se entendería su absolución, si no es en una indeseable clave política de evitar una tormenta mediática contra el Tribunal Supremo, que trataría de condenarlo por el primero escurriendo el bulto en el segundo. Esto no sólo sería muy lamentable para la salud de nuestro estado de derecho, sino que crearía un precedente peligrosísimo para el futuro.
Es hora de que el Tribunal Supremo esté a la altura de las circunstancias y resuelva en derecho y también de que el Gobierno salga en defensa de las instituciones judiciales ante el escarnio internacional al que están siendo sometidas por quienes tan escaso respeto demuestran por el imperio de la ley.
LFU