"Mi sueño es el de la patria, el pan y la justicia para todos los españoles, pero especialmente para los que no pueden congraciarse con la patria, porque carecen de pan y de justicia.". JOSÉ ANTONIO
28 de febrero de 2010
"El verso roto. Réquiem por un poeta español". (Homenaje a Rafael de Penagos) Por José Utrera Molina
Reproduzco a continuación el artículo publicado hoy en ABC. Es el sentido y dolorido homenaje de un amigo a quien, desde que le fuera presentado hace veinte años por Manuel Alcántara, ha profesado una verdadera y entrañable amistad.
«La muerte, esa eterna y helada compañera del hombre, ha quebrado la voz poética y sonora de Rafael de Penagos. Jamás había escuchado un tono de voz tan sugerente, tan preciso y armónico como el que se desprendía de sus palabras siempre hilvanadas por la autenticidad y por el rigor. A edad avanzada, su memoria conservaba una sorprendente frescura y lo atestiguaba jugando a recitar ante sus amigos sus viejos e inigualables sonetos. Rafael era una bondad que sonreía, una sonrisa elegante que disculpaba, una ironía incompatible con el sarcasmo, una sensibilidad que aturdía, en suma, una sabiduría que ocultaba el delirio de su amor por la verdad. Espero que en mi memoria no se desvanezca jamás el acento con que pronunciaba sus versos inigualables. Yo era su amigo, y él era uno de los últimos amigos que me quedaban de pie sobre la tierra. Hablábamos mucho y en nuestras largas conversaciones siempre había temas trascendentes. Rafael había vivido con intensidad su propia vida. Conocía pueblos distantes, continentes lejanos, gentes variopintas. Había mirado cielos diferentes, algunos azules y sin celajes, otros grises y con aspecto plomizo y triste, pero él llevaba la alegría en el alma y recogía de Dios palabras y acentos que él convertía en estrofas inigualables. Yo le rogaba «Rafael recítame el poema que hiciste a tu padre» y él se concentraba y me lo recitaba con un pálpito de emoción no exento de entereza. En otras ocasiones, me hablaba de sus distintos amores y él se detenía en uno que abría en un verso original el talante de su fino sentimiento: «Ya no me sabe a pan el pan que como, si no lo comes tú y estas conmigo...» ¿Cuántas veces me recitó este último soneto?. Me sonaba a gloria. Yo admiré siempre su fuerza vital, su lucha esforzada frente a la enfermedad que le iba poco a poco venciendo. Jamás le vi entristecido o pesimista, la vida que palpitaba en sus palabras, tenía un poder de contagio inconmensurable. No era demasiado creyente pero yo luchaba para convencerle de que Dios entraba en él y en mí y que nos escuchaba mientras hablábamos. El último día que le vi al despedirme de él le dije: «Rafael voy a pedir por ti al Dios en que parece que tú no crees». El me miró con una profundidad conmovedora. No me dijo nada, pero sabía que en aquél momento su mente estaba descubriendo nuevos caminos. Cuando pensamos en la tremenda mediocridad con que la vida actualmente nos envuelve y escuchamos las palabras de un hombre como Rafael, tenemos que bendecir al sol, a la luna, a las estrellas y sobre todo a la tierra que nos da por encima de todo amor y cobijo. Ya no se como voy a llenar su vacío. La vida reparte a través de los recuerdos esquinas y lugares que de pronto se quedan sin lugar y sin sitio con el doloroso desapego de pensar que nadie los ocupará en el futuro.
Rafael era un poeta excepcional. Su libro dedicado a Consuelo, la mujer que perdió muy joven, es una maravilla que no nos cansamos de leer una y otra vez porque el dolor aflora con intensidad y con fuerza y la sensibilidad se convierte en una razón de vida y de conciencia. Mi amigo creía en España. La amaba profundamente y tal vez por eso asoció hacia mí – que no cesaba de admirarlo- su respeto y cariño. No existía la trivialidad y la ligereza en el tono de nuestras conversaciones. Siempre había un más allá, un noble intento de desvelar misterios, de desentrañar incógnitas dolorosas. Nunca dejaré de olvidar su mirada tierna, noble y acariciante, su compañía alentadora e inigualable y sobre todo la música de su voz que resonará para siempre en mi ya lastimada memoria. Yo le decía a Rafael «¿Pero cómo es posible que no pienses en Dios con la cantidad de poeta que hay en tu alma? Si lo que dices en la rima de tus sonetos está dictada por Él; El te las confía, te las entrega, te envuelve con ellas el amor a todos los que vivimos el castigo y la esperanza de la vida.» No, no puedo conformarme, me indigno, me sublevo, me rompo por dentro. ¿Es posible que aquella voz armoniosa, llena de ventura ya no resuene en mis oídos?. Quiero pensar que la larga memoria tendrá siempre un sitio para cobijarle y tenerle presente y vivo. Hace tan solo unos días, desde la Unidad de Cuidados Intensivos donde estaba hospitalizado quiso llamarme. Su voz había enronquecido, pero conservaba el hábito emocionante de su profunda amistad. Yo no pude contestarle; mis palabras se ahogaban en mi garganta y al final le dije: «Rafael vuelvo a rezar por ti». Estoy seguro de que Dios le va a ayudar y vamos a continuar hablando de todas las cosas que la vida nos ha ofrecido durante todo este tiempo. Ahora que escribo con dolor estas líneas, destaco que fue un príncipe de las letras españolas, Premio Nacional de Literatura, pero sobre todo, un insigne poeta. Vibraba en él todo lo limpio y hermoso que había en la naturaleza. Si veía llover decía que el cielo estaba llorando, si contemplaba el sol, que la vida se enriquecía con la emoción que proporcionaba sus rayos.
No se como terminar este artículo, pero quisiera rendir mi homenaje a quien consideré desde el primer día como un amigo verdadero e increíble, como una voz que acompañaba mis silencios, como una mirada que rompía mi desazón y devolvía mi corazón a la esperanza.
Nunca conocí un testimonio de vitalidad humana como la que Rafael me proporcionó a menudo. Cuando parecía que el declinar de su existencia estaba próximo, se erguía y de pié parecía desafiarlo todo. Rafael, que era mi amigo, nunca padeció el peso de una sofocante ortodoxia religiosa, pero en el fondo de su corazón latía un ansia de inmortalidad. Su vida interior era rica y estaba llena de experiencias. Jamás hirió a nadie con el dardo de su rencor imposible, jamás le conocí una crispación que denotara su ira o su impaciencia. Era sosegado y tranquilo, paciente y amable. Tenía dentro de sí un mundo tan rico en imaginación que a veces sus palabras me confundían. Repito que pasé con él horas y horas inolvidables. Es difícil encontrar a alguien con el que puedas dialogar sin cansancio. Semana tras semana, aguardaba la hora de nuestro encuentro. Siempre le vi igual, con una amabilidad sonriente, como si quisiera prolongar siempre un abrazo que en el pecho le latía de forma continua y constante. Rafael tenía un nervio místico que traducía el poder de su alma que en muchas ocasiones había caminado sola. Nunca hubo en sus expresiones el menor atisbo de causticidad, desconoció el odio, amó sin límites, creyó sin la imposición de ninguna barrera. Insisto no me resisto a padecer el dolor de su ausencia. No soy yo, es España la que pierde con su muerte no sólo una voz jamás maltrecha aunque siempre dolorida y afanosa, sino un mensaje tan lleno de generosidad que hoy cubre tantos espacios vacíos. He puesto sobre su cuerpo rígido y frío la frescura de unas rosas rojas y con ellas le ofrezco el homenaje de mi devoción, tan unido a la amargura de su pérdida.
Hablar de presente cuando todo es pasado, es una torpe y estéril utopía. Pienso en mañana y en que mis hijos podrán leer sus estrofas y recordar que su padre tuvo en Rafael nada más y nada menos que un amigo fiel y verdadero que acaso aceptara la exigencia del Libro de los Proverbios «dame hijo mío tu corazón y pon tus ojos en mis caminos». Ojalá en esa senda, ancha y abierta, luminosa y clara, me encuentre contigo algún día.»
JOSÉ UTRERA MOLINA
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