(Para todos los que quisieron pero no pudieron asistir a la presentación, he decidido reproducir aquí las palabras de mi intervención en la misma, sintiendo mucho no poder hacer lo mismo con las palabras llenas de valentía y nobleza pronunciadas por el Alcalde de Madrid y por el broche de oro que, sobreponiéndose a tanta emoción, puso mi padre al acto con un torrente de voz vibrante, joven y, como siempre, apasionada)
Presentación “Sin cambiar de bandera”
24 de junio de 2008
Quiero decir, antes de nada, que me llena de orgullo y satisfacción que el autor de Sin Cambiar de Bandera –que antes lo fue de mis días- me haya permitido participar en la presentación de este libro, que es para mí como un hermano pequeño –puesto que, como yo, lleva la sangre de su autor en cada palabra- que va a confirmar la alternativa con la misma fuerza pero con renovada ilusión diecinueve años después de su primera publicación.
Agradezco además tener la oportunidad de compartir cartel con dos espadas de primera fila como son nuestro entrañable amigo y gran poeta Rafael de Penagos, cuya voz inconfundible está unida a lo mejor del cine universal y mi querido Alcalde Alberto Ruiz-Gallardón que en un noble gesto que le honra ha querido intervenir hoy aquí y que de alguna forma trae la representación de la “familia política” en el mejor sentido de la palabra.
No puede presentarse por tanto mejor ocasión para dar público cumplimiento al cuarto mandamiento de la ley de Dios, sin duda entre todos, el de más fácil y agradecido cumplimiento.
Me cabe el inmenso honor y la gran responsabilidad de traer hoy aquí la voz de los ocho hijos y de los dieciocho nietos de Pepe Utrera y cómo no, de su mujer, de nuestra madre, sin cuyo apoyo, entrega, sacrificio y renuncia jamás hubiera sido posible la limpia singladura que se narra en estas páginas. Por esta razón quiero limitarme a hablar de mi padre como persona, porque sin demérito de sus virtudes como político –prefiero decir como servidor público- y como escritor, ha sido y es un ejemplo permanente de conducta que constituye el mejor legado que podría nadie dejar a los que llevan con orgullo su apellido.
En las páginas de este libro, escrito con el corazón – o como suele decir su autor, con su propia sangre- y desde la serenidad de quien puede mirar atrás con la íntima satisfacción del deber cumplido, se agolpan multitud de anécdotas y vivencias que forman ya parte de la tradición oral y la memoria compartida de una familia. Pero hay una de ellas que pertenece a lo más profundo y vertebral de mis recuerdos por tener la fortuna de haberla vivido en primera persona.
Una tarde del mes de diciembre de 1974 quiso mi padre –consciente de lo irrepetible de la ocasión- llevarme con él al Palacio del Pardo para que tuviera la ocasión de saludar al Caudillo al final de uno de sus despachos con el Jefe del Estado. Mis recuerdos de aquella tarde son dispersos y propios de la mente de un niño de seis años, pero conservo nítido e intacto el recuerdo de las últimas palabras que Francisco Franco me dirigió al despedirse de mí. Poniéndome la mano en el hombro, me dijo: “sólo te pido una cosa: que seas tan bueno como tu padre”. Ignoro qué extraño mecanismo haría que una frase tan sencilla en apariencia quedase como recuerdo indeleble de aquella jornada.
Sólo después de muchos años he podido entender al fin, que aquellas palabras –pronunciadas meses antes de su muerte- eran la muestra de gratitud de quien comenzaba a sentir el dolor de la soledad y el sabor amargo de la deserción, hacia alguien que le había demostrado una lealtad sincera precisamente cuando eran legión los que comenzaban a abandonar un barco en el que habían navegado bajo su capitanía con holgada comodidad.
La otra anécdota que quiero referir aquí se remonta a la etapa de mi padre como Gobernador Civil de Sevilla. Tras una visita a Sevilla del Capitán General Muñoz Grandes en la que mi padre puso todo su empeño en que se restañasen definitivamente las heridas de un agrio enfrentamiento mantenido en su presencia entre D. Agustín y un ilustre compañero de armas, el entonces Vicepresidente del Gobierno, antes de subir la escalerilla del avión cogió a mi madre del brazo y en un aparte le preguntó: “Oye, ¿tu marido es bueno?. Mi madre, perpleja ante tan insólita pregunta acertó a contestarle que, en su opinión sí que lo era. A lo que Muñoz Grandes le espetó: “Pues si no lo es, ha conseguido engañarnos a ti y a mí.”.
Estas dos anécdotas tienen en común la percepción de dos personajes diferentes sobre una de las virtudes que hoy quiero destacar de mi padre: Su enorme bondad y su incapacidad metafísica de enfadarse. Y es que, aún a riesgo de ruborizarle, cualquiera que haya tenido ocasión de conocer a José Utrera Molina sabe que ésa es una de sus señas de identidad. Dice mi mujer –poco dada a la desmesura en el elogio- que jamás ha conocido un hombre tan bueno como él. Yo debo confesar, sin rubor alguno, que tampoco y que para mí constituye una exigencia permanente de conducta seguir su ejemplo, pues está escrito que nadie es más rico que quien todo lo da y a fe que mi padre es millonario en afectos pues para todos ha tenido siempre abierto el corazón.
Otra de las virtudes que adornan al autor de este libro –quizás la más conocida y la que impregna desde el título a la coda del mismo- es la lealtad. Decía Ortega que la lealtad es la distancia más corta entre dos corazones y mi padre desde muy joven decidió unir el suyo al de dos hombres que han marcado su vida política y su trayectoria vital: José Antonio Primo de Rivera y Francisco Franco.
Lealtad al pensamiento de José Antonio. Una lealtad que impregnó su juventud de poesía y de estilo; de dolorido amor a España y de espíritu de servicio y que convirtió su quehacer político en una búsqueda incesante de la justicia social; una justicia social en cuya ausencia debe buscarse una de las principales causas del trágico enfrentamiento entre los españoles. Una contienda que truncó dramáticamente la infancia de los de su generación -la de los niños de la guerra-; que sufrió en primera persona al sentir el drama de la división en el seno de su propia familia y que sin duda influyó en que mi padre hiciera de la reconciliación entre los hijos de los que mataron y los hijos de los que murieron, no una vacua proclama sino una constante y una realidad tangible a lo largo de toda su trayectoria vital.
Lealtad a su viejo y único capitán: Francisco Franco, a quien sirvió siempre con orgullo y honestidad. Con enorme admiración, pero al mismo tiempo con infinita alergia hacia la adulación que le dispensaban muchos otros que acabaron vendiendo su alma por treinta monedas tan pronto como la losa de granito selló su última morada. Un Francisco Franco que aparece retratado en las páginas de este libro como un hombre extraordinariamente cercano y sensible, y muy alejado de la burda manipulación y desfiguración de la que ha sido objeto desde su muerte, cuyo emocionado abrazo y petición postrera, en la primavera de 1975, en el que me atrevería a decir que constituye uno de los pasajes más dramáticos y a la vez mejor trabados de este libro, daría finalmente nombre a sus páginas: “Sólo le pido que no cambie; que continúe fiel a los ideales que ha servido. Una lealtad como la suya no es frecuente.”
Y finalmente, dignidad. Porque fue mucho lo que le ofrecieron a cambio de demasiado. Con cuarenta y nueve años y una carga familiar tan numerosa no dudó un instante en renunciar a la componenda y al compromiso utilitario cuando muchos corrían a alistarse en las filas de la apostasía, para evitar sufrir el oprobio que se adivinaba para los que no estaban dispuestos a abjurar de sus lealtades.
No quiso ejercer de capitán araña, consciente de su responsabilidad ante quienes había arrastrado en su trayectoria política y ante su propia conciencia. Prefirió seguir fiel a si mismo rechazando tentadoras recompensas por dejar de serlo.
Decidió no confundirse con el paisaje ni alistarse en la nutrida cofradía del silencio. Y todo ello lo hizo con amargura por la carga de desilusión de tantas lealtades abandonadas, pero sin asomo alguno de rencor.
Y pronto se convirtió en una de las pocas voces que durante estos últimos treinta y tres años no han conocido el desaliento a la hora de reivindicar la verdad de una época de la Historia de España que tuvo, como todas sus luces y sus sombras, pero que ha sufrido como pocas la infamia, la manipulación y la mentira.
Una España que debiera ser juzgada sin complejos, desde la ecuanimidad que otorga la distancia y nunca desde el odio y la revancha y en la que gracias al trabajo, al sacrificio y a la labor apasionada de muchos hombres como mi padre se hizo posible el sueño de la paz y de la reconciliación. Un sueño ahora de nuevo amenazado por quienes siguen empeñados en reabrir otra vez las heridas que hace setenta años sembraron de dolor y sangre nuestra Patria. Los mismos hace tan sólo unos días decidieron borrar el nombre de Utrera Molina del callejero de Sevilla como si pudiese borrarse tan fácilmente el trabajo, la dedicación y la entrega apasionada que durante nueve mágicos años regaló mi padre a la tierra que me vio nacer.
Voy a terminar: Dios, que nunca le ha abandonado en su camino –que no ha sido precisamente fácil y ligero-, le ha concedido la dicha de contemplar, rodeado de su mujer, de todos sus hijos y sus nietos, cómo su libro, renacido de las cenizas cual Ave Fénix, vuelve a levantar, después de veinte años, el vuelo eterno de una palabra que será para siempre un ejemplo de amor, de lealtad y de esperanza.
Muchas gracias.
Decidió no confundirse con el paisaje ni alistarse en la nutrida cofradía del silencio. Y todo ello lo hizo con amargura por la carga de desilusión de tantas lealtades abandonadas, pero sin asomo alguno de rencor.
Y pronto se convirtió en una de las pocas voces que durante estos últimos treinta y tres años no han conocido el desaliento a la hora de reivindicar la verdad de una época de la Historia de España que tuvo, como todas sus luces y sus sombras, pero que ha sufrido como pocas la infamia, la manipulación y la mentira.
Una España que debiera ser juzgada sin complejos, desde la ecuanimidad que otorga la distancia y nunca desde el odio y la revancha y en la que gracias al trabajo, al sacrificio y a la labor apasionada de muchos hombres como mi padre se hizo posible el sueño de la paz y de la reconciliación. Un sueño ahora de nuevo amenazado por quienes siguen empeñados en reabrir otra vez las heridas que hace setenta años sembraron de dolor y sangre nuestra Patria. Los mismos hace tan sólo unos días decidieron borrar el nombre de Utrera Molina del callejero de Sevilla como si pudiese borrarse tan fácilmente el trabajo, la dedicación y la entrega apasionada que durante nueve mágicos años regaló mi padre a la tierra que me vio nacer.
Voy a terminar: Dios, que nunca le ha abandonado en su camino –que no ha sido precisamente fácil y ligero-, le ha concedido la dicha de contemplar, rodeado de su mujer, de todos sus hijos y sus nietos, cómo su libro, renacido de las cenizas cual Ave Fénix, vuelve a levantar, después de veinte años, el vuelo eterno de una palabra que será para siempre un ejemplo de amor, de lealtad y de esperanza.
Muchas gracias.
Luis Felipe Utrera-Molina Gómez
Preciosas palabras para un libro precioso de un padre honesto.
ResponderEliminarQue el libro tenga todo el éxito en su nueva singladura (va bien calafateado de afectos).
Enhorabuena.
Querido Luis Felipe,
ResponderEliminarTe escribo aún bajo la emoción de lo vivido el martes.
Me siento muy orgullosa de pertenecer a tu círculo de amigos.
Para mí, tu familia y tú, sois el ejemplo de lo que significan la lealtad, la amistad y el orgullo de llevar un apellido.
Las palabras de tu padre describiendo tu introducción como "un torrente arrebatado y bello" captan como yo no podría expresar el sentimiento que embargó a toda la sala.
Gracias por ser mi leal amigo.
Gracias a ambos. Sólo siento no poder reproducir las palabras de Alberto Ruiz-Gallardón, llenas de valentía y nobleza y las de mi padre que pusieron el broche de oro a una noche inolvidable.
ResponderEliminar¡Bravo!
ResponderEliminarCon agradecimiento y emoción,
DAL
Muy bonito, sentí no poder ir.
ResponderEliminarUn abrazo
Ángel