Se llamaba María y era mi amiga. Cuando murió, hace ahora un año, me prometí a mí mismo escribir sobre ella, pero no fui capaz entonces de enhebrar algo digno de su memoria. Tenía por tanto una deuda pendiente conmigo mismo, que me he propuesto saldar ya, de forma definitiva.
La conocí hace dieciséis años, cuando iniciaba yo mi andadura profesional como abogado. Entonces yo lo tenía todo por aprender y ella fue la destinataria de mis más peregrinas preguntas, propias de un bisoño pasante en el despacho. Muy pronto se estableció entre nosotros un clima de confianza y de confidencia, que sólo la muerte pudo interrumpir.
Siempre admiré en ella su fuerte personalidad, su claridad de ideas y su buen humor. Atesoraba un sentido común fuera de lo habitual y siempre estaba disponible para escuchar. En ella encontré consuelo y comprensión en momentos de zozobra y buenos consejos en mis inquietudes. Pero fue su enorme fortaleza ante el descubrimiento de su fatal enfermedad y la increíble entereza con la que afrontó su penosa evolución lo que hizo que mi admiración por María se elevase a lo infinito.
María nos dio a todos los que la conocimos una enorme e impagable lección de fe y de esperanza ante la adversidad. Durante los tres años que duró su calvario, jamás se borró la sonrisa de su rostro y no hubo asomo de tristeza en su mirada. Recuerdo que sonreía irónica ante su mala fortuna, pero jamás la escuché quejarse, a pesar de los muchos sufrimientos y frustraciones que tuvo que padecer. Nunca pudimos tratarla ni verla como a una enferma, tal vez porque nos parecía imposible que su enorme vitalidad no fuese capaz de vencer a la enfermedad.
Cuando fue consciente de lo inevitable –y me consta que lo fue muy pronto-, puso su corazón y su fuerza en vivir intensamente cada día que Dios le pudiera conceder, como un precioso regalo que sabía que no podía desperdiciar en lamentos inútiles. Estoy seguro de que Dios le dio Su divino aliento para llenar de amor y alegría a Antxón, a Maite, a Luis y a Iñaki, a su familia y a todos los que la sentíamos como algo nuestro, hasta el día en que quiso llevarla con Él.
Recuerdo que un día me dijo que su enfermedad le había enseñado a comprender la absurda esterilidad de las discusiones domésticas y la importancia y fecundidad de vivir cada día como si fuese el último. Conservo como un tesoro un correo electrónico que, según me dijo, había recibido de esos muchos que circulan por la red, y que viene a resumir de forma certera, en sus tres últimos párrafos, toda una lección de vida que ella supo hacer suya con los demás:
“Si supiera que hoy fuera la última vez que te voy a ver dormir, te abrazaría fuertemente y rezaría al Señor para poder ser el guardián de tu alma. Si supiera que esta fuera la última vez que te vea salir por la puerta, te daría un abrazo, un beso y te llamaría de nuevo para darte más. Si supiera que esta fuera la última vez que voy a oír tu voz, grabaría cada una de tus palabras para poder oírlas una y otra vez indefinidamente. Si supiera que estos son los últimos minutos que te veo diría "te quiero" y no asumiría, tontamente, que ya lo sabes.
Siempre hay un mañana y la vida nos da otra oportunidad para hacer las cosas bien, pero por si me equivoco y hoy es todo lo que nos queda, me gustaría decirte cuanto te quiero, que nunca te olvidaré.
El mañana no le está asegurado a nadie, joven o viejo. Hoy puede ser la última vez que veas a los que amas.”
Estoy seguro que, desde el cielo, María sabrá perdonarme la escasa calidad literaria de unas líneas escritas, con algo de retraso, desde lo más profundo del corazón.
LFU
La conocí hace dieciséis años, cuando iniciaba yo mi andadura profesional como abogado. Entonces yo lo tenía todo por aprender y ella fue la destinataria de mis más peregrinas preguntas, propias de un bisoño pasante en el despacho. Muy pronto se estableció entre nosotros un clima de confianza y de confidencia, que sólo la muerte pudo interrumpir.
Siempre admiré en ella su fuerte personalidad, su claridad de ideas y su buen humor. Atesoraba un sentido común fuera de lo habitual y siempre estaba disponible para escuchar. En ella encontré consuelo y comprensión en momentos de zozobra y buenos consejos en mis inquietudes. Pero fue su enorme fortaleza ante el descubrimiento de su fatal enfermedad y la increíble entereza con la que afrontó su penosa evolución lo que hizo que mi admiración por María se elevase a lo infinito.
María nos dio a todos los que la conocimos una enorme e impagable lección de fe y de esperanza ante la adversidad. Durante los tres años que duró su calvario, jamás se borró la sonrisa de su rostro y no hubo asomo de tristeza en su mirada. Recuerdo que sonreía irónica ante su mala fortuna, pero jamás la escuché quejarse, a pesar de los muchos sufrimientos y frustraciones que tuvo que padecer. Nunca pudimos tratarla ni verla como a una enferma, tal vez porque nos parecía imposible que su enorme vitalidad no fuese capaz de vencer a la enfermedad.
Cuando fue consciente de lo inevitable –y me consta que lo fue muy pronto-, puso su corazón y su fuerza en vivir intensamente cada día que Dios le pudiera conceder, como un precioso regalo que sabía que no podía desperdiciar en lamentos inútiles. Estoy seguro de que Dios le dio Su divino aliento para llenar de amor y alegría a Antxón, a Maite, a Luis y a Iñaki, a su familia y a todos los que la sentíamos como algo nuestro, hasta el día en que quiso llevarla con Él.
Recuerdo que un día me dijo que su enfermedad le había enseñado a comprender la absurda esterilidad de las discusiones domésticas y la importancia y fecundidad de vivir cada día como si fuese el último. Conservo como un tesoro un correo electrónico que, según me dijo, había recibido de esos muchos que circulan por la red, y que viene a resumir de forma certera, en sus tres últimos párrafos, toda una lección de vida que ella supo hacer suya con los demás:
“Si supiera que hoy fuera la última vez que te voy a ver dormir, te abrazaría fuertemente y rezaría al Señor para poder ser el guardián de tu alma. Si supiera que esta fuera la última vez que te vea salir por la puerta, te daría un abrazo, un beso y te llamaría de nuevo para darte más. Si supiera que esta fuera la última vez que voy a oír tu voz, grabaría cada una de tus palabras para poder oírlas una y otra vez indefinidamente. Si supiera que estos son los últimos minutos que te veo diría "te quiero" y no asumiría, tontamente, que ya lo sabes.
Siempre hay un mañana y la vida nos da otra oportunidad para hacer las cosas bien, pero por si me equivoco y hoy es todo lo que nos queda, me gustaría decirte cuanto te quiero, que nunca te olvidaré.
El mañana no le está asegurado a nadie, joven o viejo. Hoy puede ser la última vez que veas a los que amas.”
Estoy seguro que, desde el cielo, María sabrá perdonarme la escasa calidad literaria de unas líneas escritas, con algo de retraso, desde lo más profundo del corazón.
LFU
Muchas gracias por tu comentario. Me he emocionado y me resulta dificil escribir. La verdad es que no me sale nada. A lo mejor es porque tengo una mujer extraordinaria y dos hijas maravillosas y muchas veces me ha dado por pensar lo mismo que acabo de leer. De todo corazón, gracias. Un abrazo
ResponderEliminarAntonio Vallejo
Precioso homenaje, y lección para todos.
ResponderEliminarReyes
María te mandará un abrazo desde el cielo por tan extraordinario artículo. Ella demostró ser una mujer extraordinaria, con su actitud en la enfermedad y ante la muerte. Su funeral en Pozuelo fue impresionante. Para mí, fue una lección y una experiencia que no olvidaré; una más, de unas cuantas anteriores, recibidas también durante el trabajo compartido en el despacho. Para los que nos gusta la Historia, recuerda a cómo pasaron a la otra vida grandes personajes como María Antonieta y su esposo, el Rey de Francia: grandeza insuperable, dignidad estremecedora. Creo que Dios Padre la habrá acogido con los brazos abiertos y que pedirá mucho por nosotros.
ResponderEliminarMuchas gracias, Luis Felipe, y un abrazo,
Miguel.
Estimado Luis,
ResponderEliminarSoy una de las primas de Maria y quería agradecerte tu artículo. Tan merecido y con una lección tan buena para empezar hoy mismo a practicarla.
Fatima
Muchas gracias, Fátima, aunque no tienes nada que agradecerme. Sólo cuento lo que viví y hubiera sido egoista guardarmelo para mí.
ResponderEliminarmchas gracias por este articulo de parte de otra maria centenera que no deja de emocionarse cada vez que piensa en la luz que desprendia su tia... y espera llegar un dia a parecerse a ella. gracias por este homenaje y por el cariño que se lee en cada linea.
ResponderEliminarun abrazo
Nada tienes que agradecerme. Se lo debía a ella, cuyo ejemplo me acompañará mientras viva.
ResponderEliminar